al despertar junto a mi.
Aquel cigarro que te fumaste una mañana en mi cocina,
mientras observabas por el patio de luces los pisos, la gente, sus voces, ...
En un principio me acompañaste con un café y buena música.
Cuando me empezaste a liar, sacaste un filtro y un papel.
Quién iba a decirme a mi, que esos serían mis atuendos.
Después, cogiste el tabaco y lo empezaste a enrollar entre tus suaves dedos,
cada caricia me llenaba el Alma, y finalmente, me pegaste de un lametón,
con tu rasposa lengua, de pies a cabeza.
Cogiste el mechero de la encimera, mientras sonaba "Átomos dispersos" *, y me prendiste fuego.
Cuando me inhalaste por primera vez, fue rápido pero intenso, mi humo brotaba por tus pulmones, y la oxitocina, digo... la nicotina, empezó a fluir por tus venas y finalmente exhalaste el humo, desprendiéndote así de lo poco que había entrado en ti.
Aquella calada cardíaca, no pareció tener sentido alguno.
Algo haría yo mal, ya que me dejaste olvidado en el cenicero, junto a las colillas muertas de la noche anterior. Mi ceniza, nuestros problemas, las cuales de tan quemado que estaba, acabaron siendo polvo.
Mientras yo seguía apartado en el cenicero, sintiéndome una colilla cualquiera, tú te fuiste a buscar aquellos saciables labios que te hacían lo mismo que tú me hiciste a mí.
Te liaron, te fumaron y te dejaron en un cenicero.
¿Qué más da? pensaste, ¿para qué voy a decirle a él (yo) que es una colilla entre mis dedos apagada?
Yo no fui consciente de ello.
Pasaron días, tardes y noches y yo seguía siendo aquel cigarro que te fumabas en mi cocina, siempre en Segundo Plano, cómo si solo te llenase mi compañía, aunque realmente, no era suficiente:
ni la compañía, ni el sabor que mis caladas te dejaba en la boca, boca llena de mentira y falsedad, ni mi humo, ni mi nicotina.
Yo era aquel cigarro insaciable, que nunca te llenaba.
Ese cigarro, que aunque me estuvieras consumiendo, matándome y volviéndome loco, te lo daba todo, todo por ti.
Cada calada era una caída, caída de la cual, casi siempre nos tuve que levantar a los dos.
Sin ningún tipo de miramiento y a punto de matar este cigarro, volviste los brazos del otro.
Esta vez sí que fui consciente de ello.
Tú misma la cagaste, y yo por mucho que me diese cuenta, seguí, porque aún confiaba en tus labios.
Labios de una colilla, que no acabó metiéndose exactamente un cigarro en la boca...
Esta vez sí. Aunque tú no te hubieras dado cuenta, ya estaba casi apagado del todo...
¿Cómo pudiste hacerlo? ¿Cómo fuiste así? ¿Cómo puedes ser así?
Finalmente llegó el día, día en que mi propio humo dejó de cegarme, día en que descubrí tu engaño, sin ningún acto forzado ni rebuscado, bajo tu propia mano, te cogí.
Ahora sí. Acabaste con las llamas de la pasión, para tornarlas en ascuas, ascuas en cenizas y humo negro, humo que ahora te ahoga y no puedes respirar, ceniza a gran escala de la cual podemos ver que se acabó lo nuestro, que todo se fue a la mierda.
Las ascuas son, simplemente, el poco fuego que queda en mi interior.
Un fuego débil, usado, pateado y a punto de extinguirse, de desvanecerse con cada racha de viento, en una habitación cerrada, que es mi pecho.
Soy aquel cigarro que te fumaste un día, dejaste apartado en un cenicero, te lo fumabas a tus anchas, lo dejabas apagar, lo encendías cuando te daba la gana, y quemaste hasta la boquilla, hasta extinguir su forma visual y convertirlo realmente, en átomos dispersos.
*